He decidido que uno de los comentarios recibidos en el blog tiene categoría más que suficiente para ser publicado como una entrada (sin que sirva de precedente).
Una Teresa Coll cuyo talento ya pronostico que es inversamente proporcional a la lectura que le devuelve la báscula, ha publicado -a modo de comentario- un artículo-río sobre Viena y el entrañable escritor Stefan Zweig. Aquí os lo dejo:
"La sociedad vienesa anterior a 1914 vivía inmersa en la confianza. En el decir de Stefan Zweig en una "edad de oro de la seguridad". Todo, empezando por su casi milenaria monarquía, parecía asentarse sobre el fundamento de lo duradero y de lo invariable.
Convencidos, además, por la influencia del idealismo liberal del s. XIX de que se caminaba hacia el mejor de los mundos y hacia el progreso, nada malo podia suceder. La calidad de vida aumentaba, mejoraban en confort (no solo alcanzaba éste a las casas aristocráticas, tambien a la pequeña burguesía e incluso se confiaba en que llegaría al hogar del proletario) Se avanzaba en derechos sociales, en higiene, en salud y prácticas aconsejables como el deporte. Sentían estas gentes que se alejaban de manera definitiva de toda posibilidad de violencia y maldad.
Se creía tan poco, escribe S. Zweig, en recaídas en la barbarie, por ejemplo guerras entre los pueblos de Europa, como en brujas y fantasmas. Pensaban que las naciones caminaban hacia una fusión armoniosa que aseguraría a la humanidad el bien supremo de la paz. Había afán de civilización y ese ímpetu sirvió de imán a todas las corrientes de la cultura europea (armoniosamente, en la ciudad de la música se iba fundiendo lo germano, lo eslavo, lo español, lo húngaro, lo italiano, lo frances y lo flamenco). Fluía un espíritu totalmente cosmopolita. En Viena se era ciudadano del mundo. Con dos millones de habitantes, era una auténtica metrópoli, pero al mismo tiempo no se había desligado aún de la naturaleza. Las últimas casas colindaban con los bosques y se reflejaban en las impetuosas aguas del Danubio. Un paisaje de armonía, sutilidad, equilibrio... Se amaba la buena cocina, el buen vino, los dulces y las deliciosas tartas, las veladas en cafés y, por supuesto, la música, el teatro, el arte de la conversación y los buenos modales. En suma, la vida era fácil, ligera y despreocupada en aquella vieja Viena, con su famosa máxima de "vive y deja vivir".
Y sucedió, sin embargo, que se les rompió sorpresivamente y sin solución el mundo y se quedaron sin suelo bajo los pies. Dice S. Zweig "tuvimos que dar la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra cultura tan solo una capa muy fina que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno" Cuando la barbarie terminó, de ese mundo derrumbado de un soplo, quedó un pequeño estado sin padre. La seguridad se había convertido en un sueño infantil del que había que despertar.
Viena, consciente de lo poco conscientes que fueron, de lo superfluos que llegaron a ser y lo ajenos a los verdaderos problemas humanos, de la arrogancia que en el fondo escondía su seguridad..tuvo que ir madurando. Desencantada y llena de lucidez, con la certeza de que nunca regresarían al lugar donde habían sido confiados y felices, hizo lo único que podía hacer. En un gesto definitivo de afirmación de la vida y de la muerte, volvió a los cafés, al deleite de saborear la tarta sacher, a calzarse nuevos zapatos y, como si nada ocurriera, a seguir bailando.
"La sociedad vienesa anterior a 1914 vivía inmersa en la confianza. En el decir de Stefan Zweig en una "edad de oro de la seguridad". Todo, empezando por su casi milenaria monarquía, parecía asentarse sobre el fundamento de lo duradero y de lo invariable.
Convencidos, además, por la influencia del idealismo liberal del s. XIX de que se caminaba hacia el mejor de los mundos y hacia el progreso, nada malo podia suceder. La calidad de vida aumentaba, mejoraban en confort (no solo alcanzaba éste a las casas aristocráticas, tambien a la pequeña burguesía e incluso se confiaba en que llegaría al hogar del proletario) Se avanzaba en derechos sociales, en higiene, en salud y prácticas aconsejables como el deporte. Sentían estas gentes que se alejaban de manera definitiva de toda posibilidad de violencia y maldad.
Se creía tan poco, escribe S. Zweig, en recaídas en la barbarie, por ejemplo guerras entre los pueblos de Europa, como en brujas y fantasmas. Pensaban que las naciones caminaban hacia una fusión armoniosa que aseguraría a la humanidad el bien supremo de la paz. Había afán de civilización y ese ímpetu sirvió de imán a todas las corrientes de la cultura europea (armoniosamente, en la ciudad de la música se iba fundiendo lo germano, lo eslavo, lo español, lo húngaro, lo italiano, lo frances y lo flamenco). Fluía un espíritu totalmente cosmopolita. En Viena se era ciudadano del mundo. Con dos millones de habitantes, era una auténtica metrópoli, pero al mismo tiempo no se había desligado aún de la naturaleza. Las últimas casas colindaban con los bosques y se reflejaban en las impetuosas aguas del Danubio. Un paisaje de armonía, sutilidad, equilibrio... Se amaba la buena cocina, el buen vino, los dulces y las deliciosas tartas, las veladas en cafés y, por supuesto, la música, el teatro, el arte de la conversación y los buenos modales. En suma, la vida era fácil, ligera y despreocupada en aquella vieja Viena, con su famosa máxima de "vive y deja vivir".
Y sucedió, sin embargo, que se les rompió sorpresivamente y sin solución el mundo y se quedaron sin suelo bajo los pies. Dice S. Zweig "tuvimos que dar la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra cultura tan solo una capa muy fina que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno" Cuando la barbarie terminó, de ese mundo derrumbado de un soplo, quedó un pequeño estado sin padre. La seguridad se había convertido en un sueño infantil del que había que despertar.
Viena, consciente de lo poco conscientes que fueron, de lo superfluos que llegaron a ser y lo ajenos a los verdaderos problemas humanos, de la arrogancia que en el fondo escondía su seguridad..tuvo que ir madurando. Desencantada y llena de lucidez, con la certeza de que nunca regresarían al lugar donde habían sido confiados y felices, hizo lo único que podía hacer. En un gesto definitivo de afirmación de la vida y de la muerte, volvió a los cafés, al deleite de saborear la tarta sacher, a calzarse nuevos zapatos y, como si nada ocurriera, a seguir bailando.
Teresa Coll Sanmartin"
2 comentarios:
excelente articulo.
desde Onda felicidades
Susana Abivar dice:
Teresa es muy alentador esto que escribes.
Es cierto que leído y escuchado que en los años anteriores a las guerrísimas guerras los vieneses no desaprovechaban una gran fiesta..
Saludos.
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